por Ariadna Somoza Zanuy, Buenos Aires Económico, 1 de febrero de 2010
La Ley de Entidades Financieras es una de las últimas leyes heredadas de la última dictadura militar. Ese ya es un buen motivo para cuestionar la validez y vigencia de la misma. Pero lo que hay que tener en cuenta es que la misma es parte del andamiaje jurídico que utilizó el gobierno militar para implementar el modelo neoliberal en nuestro país, del cual aún sufrimos sus consecuencias.
En este sentido, el aspecto central de esta ley reside en quitarle poder al Estado en cuanto regulación y conducción del proceso económico. Como sabemos, esta fue la premisa básica del Consenso de Washington. Lo que se pone en juego, por ende, es cuál debe ser el rol del Estado.
A partir del 2003 hay un cambio de rumbo en la política económica, en la cual se revaloriza lo productivo por sobre la especulación. Es un lento pero firme volver al trabajo, a la industria nacional, a la inversión pública, a la dignidad de quienes perdieron todo en el modelo anterior. Para este nuevo modelo de valorización productiva, es necesario un Estado que tenga poder de conducción del proceso económico en su totalidad, específicamente poder direccionar el capital existente en el sistema financiero al sistema productivo.
Ahora bien. El sistema financiero, moviéndose bajo la lógica de la mayor rentabilidad, elige enviar su capital hacia donde obtenga una mayor ganancia, que hoy se encuentra en el consumo y la especulación financiera. Esto ocurre hoy gracias a la Ley de Entidades Financieras, que establece nada más ni nada menos que las Entidades pueden hacer todo lo que no está prohibido hacer, cuando nunca deja en claro qué es lo que no pueden hacer.
Es por ello que para nosotros es fundamental que el Estado pueda definir qué es lo que las entidades financieras pueden hacer y que no, y a dónde deben direccionar el crédito según la estrategia macroeconómica que el gobierno está llevando adelante. Porque sino el sistema financiero, en vez de ser una parte central de la economía, termina siendo un actor político que limita la posibilidad de implementación y construcción de un modelo económico con justicia social.
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